Amo a Quito, mi ciudad, pero no le perdono y nunca perdonaré lo que hace a sus hijos extraviados, que se pierden en gradas viendo siempre para abajo, al inframundo. Tan deviles, tan callados, matices esmaltados de macetas sin geranios, rotas, andan solos, empedrados, sol-insolentes garuas infectuosas sombras y adoquines que piensan tiritando que el sol los lastimaría y que nadie los quiere, una lámpara de alcohol genera sus días entre tejados de caña y tol una copa sucia de azucena y repujado suscita su muerte. Te amo Quito, en el ojo de cada perro atropellado, en el cilencio de cada niño destrozado, risa de tus maldicientes llanto de la injusta tranquilidad maldita de tú letargo.