Amo a Quito, mi ciudad,
pero no le perdono
y nunca perdonaré
lo que hace
a sus hijos extraviados,
que se pierden en gradas
viendo siempre para abajo,
al inframundo.
Tan deviles, tan callados,
matices esmaltados
de macetas sin geranios,
rotas,
andan solos, empedrados,
sol-insolentes
garuas infectuosas
sombras y adoquines
que piensan tiritando
que el sol los lastimaría
y que nadie los quiere,
una lámpara de alcohol
genera sus días
entre tejados de caña y tol
una copa sucia
de azucena y repujado
suscita su muerte.
Te amo Quito, en el ojo de cada perro atropellado,
en el cilencio de cada niño destrozado,
risa de tus maldicientes
llanto de la injusta tranquilidad maldita de tú letargo.
Comentarios