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Amo a Quito, mi ciudad,


pero no le perdono

y nunca perdonaré

lo que hace

a sus hijos extraviados,


que se pierden en gradas

viendo siempre para abajo,


al inframundo.

Tan deviles, tan callados,


matices esmaltados


de macetas sin geranios,


rotas,

andan solos, empedrados,


     sol-insolentes


        garuas infectuosas


           sombras y adoquines

que piensan tiritando


que el sol los lastimaría


y que nadie los quiere,

una lámpara de alcohol

                      genera sus días


entre tejados de caña y tol


                        una copa sucia


de azucena y repujado


                   suscita su muerte.

Te amo Quito, en el ojo de cada perro atropellado,


en el cilencio de cada niño destrozado,


          risa de tus maldicientes


          llanto de la injusta tranquilidad maldita de tú letargo.

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MALEVA

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Las Montañas.  Cuando muera no me iré, me quedaré en las montañas donde tu mirada me busque,  en el ladrar de los perros,  en la cangagua,  en los ojos puros y sonrisas sin maldad. Busca mi alma si me extrañas,  allá lejos en las montañas,  por los caminos de lodo y las gradas de quebradas,  en cachorros con frío y en los niños del cerro.  Con los Apus me voy a quedar,  a oír sus leyendas y escuchar su sabiduría,  oliendo los eucaliptos y las ortigas  que nunca pude diferenciar. Caminaré con él caminante, impulsaré su bastón de palo y suavizaré su paso. Acumularé las penas para bajarlas al río  y llegaré donde dormida talvez en mi sueñes, talvez me recuerdes y cuidaré tu sueño. Amaru castelA.