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Recuerdo la tarde, la banca de piedra, la pequeña fuente de forma a cajonada, extraña, cuadrangular. Tus ojos, la conversación sobre Satre y Simone de Beauvoir. Solo tú entiendes cuando hablo de esos temas.
Recuerdo la llovizna, la sombrilla negra. El sentimiento de pequeñez que me ha causado el filósofo frente a la feminista, lo mínimo que me ha parecido lo mínimo que yo me siento frente a ti. Al fin una mujer de tal inteligencia y belleza no se merece solo la libertad.
Me imagino y presupuesto todo lo que puedo ofrecerte: Libertad, confianza, pasión, erotismo, tal vez una opinión no tan fatua y simplista de las cosas; pero sé lo que una hermosa y culta mujer desea. 
Es difícil explicar cuando lo perdí, ése componente de romanticismo y sensibilidad. El instinto de protección que antes tantas veces me funciono en el terreno de Casanova. Las transparencias surrealistas que prendía en las pupilas de tantos sueños subconscientes de doncellas que me oían. 
Pero lo perdí. Puedo describir el mundo al revés y al derecho, creando divergentes y tangentes existencia listas, libertinas, dogmáticas, dialécticas; pero no puedo enfrentarme a la inocencia de una ilusión promontorio que desase ideas e inyecta dopa mina, serotonina, cuyo vuelo transforma en invencible, eterno, desquiciado pero verdadero el amor entre dos.
Por eso no puedo dejar de pensar en Satre, en cuando leí la nausea, sus cuentos, la descripción que hace de su existencia, de su amor.
Yo, aún más patético por ser menos capaz muero en incertidumbre ante tus ojos de dimensiones astro lógicas, ante los latidos de tú voz, de tú cercanía.
Es condena constante, cruel, sin plazo porque aún seguiré cada día en otra fuente, con otro café, con otro cigarro hablando de lo que solo tú entiendes sin poderte decir lo que sientes, que yo siento.

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