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QUITO

EN AGONIA

 

Amaru castelA.

 

Todas las almas de la ciudad de Quito han sido condenadas, ninguna puede trascender ni liberarse de los límites físicos de la ciudad.

Yo, he deambulado penosamente luego de mi muerte; no recuerdo como morí; solo sé que no estoy en el cielo ni en el infierno.  

Las almas no hablan, los muertos son ásperos y renuentes. En mi sucumbir encontré a un célebre residente, intangible de Quito, en las celdas del convento de San Diego, oyendo un susurro vibrante que me hincaba en el oído, al Padre Almeida quien me condujo al atrio de San Francisco y por un agujero abierto en una antigua pileta me hizo traspasar a otro tiempo…

Un indio agonizante, sudoroso. Se levanta del cúmulo tembloroso que conforma su poncho sobre él recién terminado atrio.

Toma en sus manos un cincel y su viejo martillo. Cubre con su poncho rojo una piedra rectangular en la cual labra.

Desesperado mira hacia “El Dorado”, Al oriente. Está a punto de amanecer.

Bruscamente es empujado por el Demonio que se apresura a tomar la piedra. Al levantarla un mugido ensordecedor estalla expandiendo una honda de energía que sacude todos los Andes. Amanece y un hedor a azufre inunda Quito.

Grita Kantuña: - ¡El trato era hasta el amanecer ¡

                            - ¡Con todas las piedras, todas en su sitio¡

Regresa a mirar en todas direcciones. Se encuentra totalmente solo. Un punto insignificante delante de la imponente edificación.

 

Puedo mirarlo. Las lágrimas recorren su desfigurado rostro mientras ríe, ríe con una carcajada de alivio.

- Estoy seguro de que esa piedra es la clave de nuestra salvación-

Voy detrás de él, salta, silba, baila por las empedradas calles, llegamos al pie del Itchimbia, en una destruida choza esconde la piedra en el fogón. Espero a que el indígena se duerma y al tratar de tomar la piedra de entre los carbones esta se hunde. Resultan inútiles todos los intentos de cogerla.

 

Pasa el tiempo sigo aquí en esta choza ruinosa, pensando, mirando, esperando. El indio murió hace mucho. Varias generaciones han pasado. La piedra sigue oculta, sepultada.

Un día entre los escombros y las ruinas oigo un susurro. Es de aquel que me ayudo a pasar el tiempo:

-          Ven, regresa. La solución la encontraremos acá.

 

Hay varios fulgores extraños en distintos sitios de la ciudad. Tengo el impulso de ir a uno de ellos en la base misma del “Panecillo”.

En la entrada de una cueva que se abre en la muralla de un viejo monasterio, encuentro a un cura.

- ¡La madre Santísima ilumine el camino de tú salvación hijo¡

-          El padre Almeida me ha recomendado que te ayude a regresar al tiempo en que moriste.

 

-Gracias padre, ¿el padre Almeida dijo?

 

-          Su Merced no juzgue para que no sea juzgado. Fuimos compañeros desde las celdas de nuestro claustro en el Seminario.

-          Los dos perdimos, como muchos, la salvación y la razón.

-Padre, Usted que sabe tanto dígame, ¿Cómo puede un fallecido tomar una piedra y transportarla para luego colocarla en su lugar?

 

-          Es fácil mi querido mozalbete, ha de buscarse un ser sensible, un sacerdote lleno de virtudes o un endemoniado brujo lleno de impiedades. Ellos pueden oírnos, nos hablan, nos piden y hacen lo que les decimos.

 

Atravieso el túnel mientras la voz del cura cambia y se vuelve desesperada. Él se toma la cabeza con sus dos manos y la arroja al piso al tiempo que da perturbadores gritos:

 

-      La concupiscencia de la carne.

         La concupiscencia de la carne. 

Queda atrás mientras aparezco en este tiempo, en el mismo lugar al pie del panecillo. Y junto a mí otro cura. El padre Almeida que me recibe.

 

EL CURA SIN CABEZA

Hubo una época en Quito en la cual la gente era discriminada por la tez de su rostro. Solo los españoles o criollos podían estudiar y tener un futuro prometedor. Por eso muchos mestizos e indígenas optaron por hacerse curas, trafulcando sus identidades. La cantidad de aspirantes era tal que superaba por mucho la cantidad de cupos en los incontables conventos de la ciudad.

Así fue que a Juan José de Mira lo ubicaron en un cuarto fuera del convento. En la muralla de “San Sebastián” Compartía el dormitorio con Mariano Reyes, otro novicio mucho más viejo que él.

Juan José era el predilecto estudiante en su convento y uno de los novicios más destacados de su Orden. Mariano bebía vino y fumaba tabaco todas las noches que regresaba de los estancos con su amigo el Padre Almeida. Las últimas noches incluso habían ingresado mujeres al cuarto. Carmen una de esas mujeres era hermana de Mariano y se metió en la cama de Juan José, se cubrió los pies con las mantas, para inquietarlo a compartir. Él salió corriendo y trepo los techos de la muralla, encontró una capilla abandonada donde ingreso.

La huella de una cruz desmontada, cubierta por una inmensa telaraña. El polvo rojizo de ladrillo, las bancas destrozadas. Todo se ilumino al oír tras de sí el acento dulce de Carmen.

-          E ha, ¿por qué has huido? Que yo no te voy a comer.

La luna brillaba en sus redondos senos, en las curvas de sus caderas.

No pudo más, ella lo provocaba en cada gesto de su roja boca, en cada mirada y él la abrazo por su avispada cintura.

El novel amante se enamoró, temeroso y confiado todo le conversaba a Carmen. Su brillante futuro en la Orden, su pronto viaje a Roma. Su responsabilidad de ser guarda de un valioso relicario de su convento. El cual en un arranque de capricho ella le exigió que se lo llevara. Solo para verlo y poder rezar con él.

Juan José la complació, se dio cuenta al otro día camino al convento que la reliquia faltaba en su alforja. Corrió de vuelta, desesperado a buscarla, pero Carmen ya no estaba en su cuarto. Corrió al “Puente de Piedra” que va a Chaguar quingo, sabía que allí vivía ella. En la casa de los cien cuartos.

Pregunto a la vecindad, pero todas las vecinas le decían lo mismo:

-          Padre cito, que hace Su Merced, en busca de una mujer de mala vida. Nada bueno le traerá.

No la halló, hasta entrada la tarde que, sentado frente a una fuente de un niño de piedra, escucho la risa de Carmen.

Venia abrazada de un hombre que llevaba una botella de aguardiente e iba haciendo sonar una pequeña bolsa de tela llena de monedas.

Juan José se abalanzo sobre ella. La quiso tomar por los hombros, pero aquel hombre saco un machete que le rebano el cuello.

Aquel novicio aun camina por estas calles de Quito, sigue buscando la reliquia que se le encomendó. Sí eres un transeúnte con alguna culpa, sí te muestras apesadumbrado y preocupado por lo que hiciste. Él se te acercará a darte consejos lúgubres y malditos. Camina contigo hasta que con desesperación se toma de la cabeza y la arroja al suelo. Ese momento los aullidos y las visiones te volverán loco, sino te matan.

 

 

Una noche estrellada, mientras miraba el fogón destruido donde descansa la piedra. Escuche una voz chillona que directamente me convocaba. Ya casi perdí la esperanza en mi búsqueda de un vivo que pueda oírme. Seguí la voz que venía del Itchimbia, en una enorme intiwatana, un círculo de velas lo iluminaba. Había matado un gallo y atreves de la herida del animal se abría un enorme holló por donde atravesaba tumultuoso viento y un ruido infernal.

Probé a hablarle:

-          Oye, oye, ¿puedes escucharme?

El hombre paralizo todo su ritual, las velas se apagaron.

- ¡Escúchame¡ Le dije.

-          Toma este animal y ve a entiérralo lejos de aquí.

 No tardo en regresar.

-         ¡Escúchame¡ Debes ir a la Marín, a una casa junto a una antigua gasolinera, yo te guiare.

 

-Oh, Gran Poder, Gran Espíritu, dame tu beneplácito. Gritaba el hombre mientras me interrumpía. Paso así varias veces hasta que comprendí que mejor sería seguirle la corriente. Luego de la parafernalia, luces, sombras, ruidos, el futuro, el dinero. Por fin pude darle las instrucciones precisas.

Aquel hombre era muy exagerado, tardo cinco noches en los preparativos, pero me pareció que sabía lo que hacía. Fue con cinco más, dos mujeres y una criatura de unos tres años. Ingresaron a la casa, pagaron a la propietaria y empezaron a cavar. Cuando descubrieron el fogón hicieron llorar al niño. Las mujeres rezaban un rosario. Los hombres cavaban sin descanso hasta que dos de ellos empezaron a convulsionar y se veía la piedra al alcance de la mano.

-         El antimonio”.  Gritaban. Las dos mujeres y el niño salieron en precipitada carrera, todos lo hicieron frente al gas asfixiante. Y yo perdía mi esperanza de redención.

Ya en total silencio pude ver sentados junto a mí una momia, un ser deforme con el aspecto de Kantuña, al mismo demonio de color rojo, con pezuñas que pasaba sobre los hombros de la momia de Kantuña y del cura sin cabeza. No sé si ellos me veían, eran indiferentes ante mí.

 

La noche Quiteña es triste, fría. Aún para los condenados se vuelve tenebrosa. Me oculto entre las demás almas, ahora no confió en nadie, ni si quiera en aquella alma lúgubre del Padre Almeida que me ha estado buscando. Cierta tarde encontré un mensaje que dejo escrito en un inmenso pergamino para mí.

“Busca al espectro que transita por estas casas. Ella sabrá cómo ayudarnos. Es la Viuda.

 f: Padre Almeida

Espere la noche, en la calle Flores, muy cerca de la Plaza del teatro. A cierta hora todo se torna aún más sombrío, el viento cesa, ni un solo ruido surca el aire. Un penetrante aroma dulce inunda la calle, Un hombre de ojos desorbitados avanza hipnotizado. Unos metros delante una mujer de exquisitez divina que lo regresa a ver con su fulminante “caída de ojos” me vuelve loco también a mí.

 

 

 

LA VIUDA

Todo Quito pasó la mañana a la espera. Al llegar ella bajo de un carruaje. Su imponente porte y altivo talante dejo boquiabiertos a todos los ciudadanos de la pequeña ciudad aldea.

-          Hermosa criolla   - Susurro Don Ignacio el Corregidor de la comarca.

-          Tremenda yegua   -   Respondió en una sonrisa Segundo Flores, con voz ronca y picara.

Aquella dama de tez blanca y ojos negros. Descomunal figura, de belleza sublime acababa de llegar de España. Heredera directa de más de un conquistador era dueña de casi toda la ciudad. Los actuales residentes de sus propiedades no hubieron pagado rentas por largo tiempo y muchos reclamaban ser dueños por posesión de sus casas. El mismo Segundo Flores era uno de ellos. A través de su mirada se expresaba todo el odio y desprecio que sentía hacia su nueva “dueña de casa”.

La mujer vivía en una casa, en una peña, muy cerca de la iglesia de “San Juan Bautista”, allí recibía desde muy temprano en la mañana la visita de infinidad de comisarios y cabilderos. Llenos de documentación y pretensiones, también muchos chullos quiteños, como no, la visitaban galantes y conquistadores.

Don Segundo Flores no tardo en pasar de hostigarla a convencerla y ganarse su confianza. Ella una dama culta acostumbrada al trato fino vio en él, despreocupado y sin oficio, al compañero perfecto en sus caminatas por las plazas y confiterías de Quito. Rosas rojas, azucenas blancas, orquídeas multicolores la enamoraron, así como la multitud de bailes que Don Segundo organizo en la casa de la dama para su deleite.

Una mañana de rocío cristalino y espesa niebla sobre el jardín, se dejó llevar de su ensueño y fue corriendo tras su galán. Al ingresar al inmueble de siete patios donde vivía él, no halló a nadie, era muy temprano. Atravesó los pasillos hasta el último cuarto, cuando abrió la puerta se horrorizo, encontró a Segundo acurrucado junto a una mujer, en medio de tres pequeños niños, en la misma cama.

Atravesó Quito y cada una de sus empedradas calles, de sus cuestas, de sus piedras, recibió alguna de sus lágrimas.

En la noche Don Segundo y Don Ignacio la pudieron hallar, en la última de sus casas, en un cuartucho menesteroso, una viejecita le daba agua de toronjil.

- ¿Por qué no me dijiste que tenías mujer, que tenías hijos?

-María, perdóname. Yo he quedado flechado de ti, que he olvidado la vida misma.

       - ¿Por qué me habéis engañado, toda la ciudad se burlaba de mí?

-No, no, eso no. Yo te juro…

      - ¿Tú me juráis? Venga Señor corregidor, sea el testigo.

La dama toma una horquilla afilada de su cabello con la que hiere su mano y la de Don Segundo.

-          Mañana hemos de casarnos. Al alba. Que esta sangre caiga sobre su cabeza, sobre toda la ciudad si me traicionáis.  

 Lo dice mientras unen las heridas de las palmas de las manos.

El alba encontró a María al pie de las gradas de la iglesia de San Juan Bautista, muchas viejecitas de velo negro y calado, hacían su cortejo de damas. La bella mujer con un hermoso vestido blanco de inmensa cola y multitud de velos llevaba un ramo de jazmines en las manos y una alfombra de rosas esperaba sus pies.

El sol burlón en el cenit, el sudor frio de la vergüenza, los comentarios en voz baja. Todos los quiteños se juntaron para verla estallar y salir corriendo. Toda la desesperación, el fuerte aguacero que se desato, los chillidos y maldiciones. El silencio tras la tormenta. Todo se reencontró en su cadáver al fondo de la quebrada de “La Chilena”.

Desde aquella vez, en la fría pero bohemia noche quiteña. Los quiteños, galantes y borrachos se encuentran con una mujer sublime, seductora que los hipnotiza y conduce. Con sus voluptuosas piernas y caderas. Con sus hermosos ojos negros y carnosos labios rojos hasta una quebrada donde descubre su velo y se transforma en un cadáver en descomposición para luego arrojarlos al abismo. Pocos han sobrevivido, pero han perdido la razón.

 

 

 

Yo la sigo a lo largo de la calle flores. Un vestido de encaje negro muy ceñido para ocultar sus curvadas piernas y cadera. Un escote que no puede contener sus macizos y enormes senos. Toda ella se mueve de manera deliciosa. Sus cabellos, sus ojos, su redonda boca roja hacen que me pierda. Hace un “puchero” con sus carnosos labios y aquel pobre hombre se abalanza sobre ella que se descubre el velo. El alrededor se vuelve rancio, un aroma a descomposición y cementerio nos cubre, estamos al borde de un barranco en una quebrada del rio Machangara. El hombre cayó al fondo mientras yo trataba de salir corriendo, pero ella me tomo de la mano y descendimos. Sentados junto al moribundo que se desencajo la mandíbula por el horror de ver el rostro bello de mujer transformado en un cadáver putrefacto. Ella me miraba extrañada.

- ¿Qué quieres con migo, joven atrevido?      Me pregunta con el acento más bello que jamás haya oído.

 

-Yo, yo. Estoy muerto, atrapado en Quito.

 

-          Ciudad maldita. A mí me perteneció casi toda. Malagradecidos, me traicionaron.

-          Influye en su intelecto. Háblale a su mente y ellos confundirán tu voz con su conciencia. 

-          Vete ya, Tu presencia ya no la resisto.

 

El hombre en la quebrada acaba de morir, pero su alma no se levantó de su cuerpo. En cambio, vi una perla negra que se aumentó en los encajes del vestido negro de "La Viuda".

Busque enseguida al Padre Almeida. Al verme él susurro a mi oído:

-          tengo la persona perfecta para que le susurres a su intelecto.

Todo parecía inútil, el supuesto sujeto de prueba era fácil de influenciar, pero demasiado cobarde. Nunca iría a desenterrar la piedra de las ruinas de la choza. Pero me fije en su hija adolescente, ella influenciaba en su grupo de amigos. Vestían siempre de negro, siempre hablaban de muertos y coleccionaban cosas extrañas y antiguas. Yo le susurraba pistas para que lleguen a la piedra. La noche escogida desenterró el fogón y tomaron la piedra. Cuando la transportaban fuera de la propiedad uno de los muchachos quedo en trance. Yo vi como trece espíritus guerreros los asesinaban. Luego los mismos cadáveres despedazados llevaron la piedra a un intrincado sistema de cuevas en el Itchimbia donde los perdí.

 

Todas las albas, me siento en cualquier callejón quiteño, sin nada, sin ganas ni esperanza. El padre Almeida me ronda todas las noches.

- ¡E ha¡ amigo. Yo soy uno de los mayores condenados de Quito, pero aun así busco mi perdón.

-          Hay que continuar.

-          Conocí a una mujer que fue arrebatada del mundo en cuerpo y alma. Ella podrá interactuar con los vivos y tomar objetos.

 

MARÍA ANGULA

En una de las casas junto al cementerio del tejar vivía una señora muy sufrida, muy triste, demasiado flaca y en sus ojos siempre había dos ojeras negras, grandes muy grandes, se llamaba María Angula.

Dicen que era de fuera de Quito, de una familia de dinero, pero por casarse tan joven y sin el consentimiento sus padres la desconocieron. No tenía hijos y era muy pobre, su esposo, Manuel de la Cruz, trabajaba de cargador en el mercado de San Roque.

Manuel llegaba borracho todas las tardes a su casa, y cada vez la golpeaba brutalmente reclamándole la comida para la cual no había dejado ni un solo centavo.

Cierto día en el que María, gracias a la caridad de sus vecinas, pudo cocinar la “sopa de la virgen”, un caldo en leche con cebollas, huevos y pan; estaba ansiosa, feliz por dársela a Manuel. Lo espero toda la tarde, luego toda la noche, amaneció sentada a la puerta de su cuarto, mirando hacia el cementerio, pero Manuel nunca llegó.

Él llego a la tarde del siguiente día, como siempre, pero tan indiferente y ausente que ni siquiera se fijó en María, ni en la sopa que emocionada le ofrecía.

-      Cómetela tú, le dijo mientras se acostaba en su cama.

Varias veces ya no llegaba a dormir. María desconcertada extrañaba, aunque sea sus golpes; cuando miraba su mísero cuarto se sentía como un mueble más, viejo, dañado, solo.

Una vecina que la miraba sentada en el patio, llorando y sin existencia, le contó que muchas personas habían visto a Manuel allá en los chaquiñanes de la calle 24 de mayo, ahí donde las meretrices viven, lo vieron con una longa que le decían “la Gloria Encarnación”.

La desesperación y angustia la ahogaron, la indiferencia de Manuel le dolía más que su maltrato. Salió corriendo a San Roque, justamente lo encontró al terminar de descargar un camión, se escondió y vio las muchas monedas que le pagaban; lo siguió a las piedras de lavar, Manuel allí se bañó completamente, se peinó y arregló muy emocionado y bajó corriendo a la 24 de mayo.

Una mujer de vestido rosado, ceñido a sus robustos senos y caderas salió de una cantina y Manuel se arrojó a sus besos, miles de pensamientos traspasaban la mente de María Angula, miles de sentimientos desgarraban su alma, reaccionó y penetró al antro, superó los borrachos y las prostitutas. En un cuarto apartado los miró, ella sentada en sus piernas y él sentado frente a una inmensa mesa llena de tortillas de papa con chancho hornado, chochos con chulpi, choclos con queso. Salió a la carrera, como ida, sin llorar, sin lamentos, solo corría.

Ya en la tarde María Angula se dio cuenta que estaba en el cementerio del Tejar, sentada en una tumba. Había entrado a una extraña cripta para refugiarse de la lluvia vespertina de Quito, y había estado hablando con una misteriosa imagen de un ángel de osario:

-claro, él se va por la comida, cómo no va a estar feliz si le dan hornado con tortillas, mote, tostado.

De pronto un gran bullicio la lleva a mirar a la puerta de la cripta, una procesión fúnebre, miles de rezos, miles de canticos, mucho llanto y un ataúd nuevo, cortejan su propio dolor.

María Angula regresa a su casa al terminarse el último rayo de luz. Al abrir la puerta de su cuarto descubre a Manuel mal alumbrado por una pequeña vela que ya se extingue.

-Bueno mujer ¿Qué me vas a dar de comer?

María salta de contenta, le sonríe y con nuevos bríos le dice mientras lo besa:

-      No te muevas de donde estas voy a prepárate tu plato favorito, el mejor “menudo” que hayas comido jamás.

Toma un cuchillo grande y sale a pedir a sus vecinas le regalen todo lo que necesita: aliños, especias, maní, papas.

Baja las gradas, junto al cementerio y afila allí su cuchillo luego se dirige a la tumba del recién fallecido.

 

Toda la noche María durmió feliz junto a Manuel, a la madrugada lo despidió dándole de desayunar y sugiriéndole:

-      mi amor si vienes rápido a la casa te daré lo que más te gusta para comer.

Y así paso, por varios días Manuel se dirigía a su casa ni bien terminaba su jornada, pero al llegar la media noche del primer domingo; Manuel se despertó con un desgarrador lamento que escucho en el cementerio, corrió a la puerta y miro una encendida neblina que lo cubría todo y que llegaba a su casa, atranco la puerta con la mesa y se metió en las cobijas, luego escucho otro lamento lastimero al tiempo que su puerta era destrozada, se arrojó debajo de la cama para mirar como un cadáver sujetaba a su esposa por las canillas y la arrastraba al cementerio mientras gritaba:

-      María Angula devuélveme mis tripas y mi puzún que robaste de mi santa sepultura.

A Manuel le encontraron botando espuma por la boca y a María nunca más la vieron, solo hallaron las marcas de sus uñas por todo el camino al cementerio; a él le internaron en San Lázaro, el manicomio y allí contaba a todos lo que le paso con su mujer.

 

Junto con el Padre Almeida nos trasladamos al tejar, transitamos la recoleta, el monasterio, el templo. Y en el mismo cementerio encontramos aquel muerto que reclama lastimeramente sus tripas y su puzún. La tiene atrapada, la devora eternamente. María Angula está desesperada, destrozada y triste muy triste. Llora todo el tiempo, no por su tormento cuanto por su marido al que nunca más pudo regresar.

Ella me regresa a ver con expresión espantosa. Se arrastra hacia mí con sus manos. Entre su pecho y cadera solo existen hilachas de pellejo y tela. El muerto la deja. Se vuelve más terrorífica y penosa, se abalanza sobre mí.

-          Crees que por estar muerta no te puedo arruinar?

 

-Por favor, yo la puedo ayudar.

 

-         ¿ Tomarás mi lugar en el tormento? Aúlla terrorífica mente mientras se ha enroscado en mí y su lengua verde contorsiona en mi cabeza.

 

-¡yo liberare a su esposo¡

 

Un aire limpio y calmo desplaza al nauseabundo olor que nos cubría. Una bella mujer, flaca y humilde, pero de gran belleza me toma del brazo.

-          Vamos pequeño hombre, yo sé lo que quieres que haga.

 

Caminamos al Itchimbia, todas las almas han formado un camino. Ni siquiera llegamos a las faldas del itchimbia cuando aparece nuevamente la momia de Kantuña, deforme, como muñeco de año viejo. Trae la piedra en sus manos y puedo leer la inscripción que lo salvo, la que él cincelo:

“Yo levanto la piedra, toda la Gloria y Honra es de Dios”.

Junto a Kantuña aparece el muerto que atormenta a María Angula. Ella empieza a contonearse, a convulsionar, a transformarse mientras el muerto le grita:

-          María Angula devuélveme mis tripas y mi puzún que robaste de mi santa sepultura.

De pronto aparece un hombre fuerte detrás de él, lo sujeta con una soga hecha de numerosos rosarios y grita:

-          Estos son los rezos por tú alma. La deuda se pagó. ¡Corre esposa mía para que yo pueda descansar en paz! ¡Perdona mi alma para que pueda descansar!

El muerto se deshilacha en tiras pútridas mientras la soga lo aprieta cada vez más.

María Angula tomo la mano de su esposo Manuel y se apresuraron con la piedra inscrita en la espalda de Manuel hacia San Francisco.  Miles de cadáveres de guerreros indígenas malditos ascendían de entre el pavimento, son enfrentados y detenidos por una multitud de almas quiteñas.

En el centro del atrio encontramos a Kantuña incado junto a un demonio que lo sujetaba por el cuello.

-          Vez, me llevare tú alma y todo Quito se liberará.

Manuel asciende, María Angula, La viuda, el cura sin cabeza aparecen arrodillados a los pies del demonio. En el instante mismo de colocar la piedra la mano del Padre Almeida hala de los cabellos a Manuel quien cae con la piedra y rueda por las gradas de la entrada principal de la iglesia sin colocarla.

 Vuelve a tronar el Pichincha, los Andes y Quito vuelve a amanecer con un olor a azufre. Mientras en una extraña y oscura orden religiosa se inicia una misa por el Padre Almeida.

 

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