QUITO
EN AGONIA
Amaru castelA.
Todas las almas de la ciudad de Quito han
sido condenadas, ninguna puede trascender ni liberarse de los límites físicos
de la ciudad.
Yo, he deambulado penosamente luego de mi
muerte; no recuerdo como morí; solo sé que no estoy en el cielo ni en el infierno.
Las almas no hablan, los muertos son ásperos
y renuentes. En mi sucumbir encontré a un célebre residente, intangible de
Quito, en las celdas del convento de San Diego, oyendo un susurro vibrante que
me hincaba en el oído, al Padre Almeida quien me condujo al atrio de San
Francisco y por un agujero abierto en una antigua pileta me hizo traspasar a
otro tiempo…
Un indio agonizante, sudoroso. Se levanta del
cúmulo tembloroso que conforma su poncho sobre él recién terminado atrio.
Toma en sus manos un cincel y su viejo
martillo. Cubre con su poncho rojo una piedra rectangular en la cual labra.
Desesperado mira hacia “El Dorado”, Al
oriente. Está a punto de amanecer.
Bruscamente es empujado por el Demonio que se
apresura a tomar la piedra. Al levantarla un mugido ensordecedor estalla
expandiendo una honda de energía que sacude todos los Andes. Amanece y un hedor
a azufre inunda Quito.
Grita Kantuña: - ¡El trato era hasta el
amanecer ¡
-
¡Con todas las piedras, todas en su sitio¡
Regresa a mirar en todas direcciones. Se
encuentra totalmente solo. Un punto insignificante delante de la imponente
edificación.
Puedo mirarlo. Las lágrimas recorren su
desfigurado rostro mientras ríe, ríe con una carcajada de alivio.
- Estoy seguro de que esa piedra es la clave
de nuestra salvación-
Voy detrás de él, salta, silba, baila por las
empedradas calles, llegamos al pie del Itchimbia, en una destruida choza
esconde la piedra en el fogón. Espero a que el indígena se duerma y al tratar
de tomar la piedra de entre los carbones esta se hunde. Resultan inútiles todos
los intentos de cogerla.
Pasa el tiempo sigo aquí en esta choza
ruinosa, pensando, mirando, esperando. El indio murió hace mucho. Varias
generaciones han pasado. La piedra sigue oculta, sepultada.
Un día entre los escombros y las ruinas oigo
un susurro. Es de aquel que me ayudo a pasar el tiempo:
- Ven, regresa. La solución la encontraremos
acá.
Hay varios fulgores extraños en distintos
sitios de la ciudad. Tengo el impulso de ir a uno de ellos en la base misma del
“Panecillo”.
En la entrada de una cueva que se abre en la
muralla de un viejo monasterio, encuentro a un cura.
- ¡La madre Santísima ilumine el camino de tú
salvación hijo¡
- El padre Almeida me ha recomendado que te
ayude a regresar al tiempo en que moriste.
-Gracias padre, ¿el padre Almeida dijo?
- Su Merced no juzgue para que no sea juzgado.
Fuimos compañeros desde las celdas de nuestro claustro en el Seminario.
- Los dos perdimos, como muchos, la salvación y
la razón.
-Padre, Usted que sabe tanto dígame, ¿Cómo
puede un fallecido tomar una piedra y transportarla para luego colocarla en su
lugar?
- Es fácil mi querido mozalbete, ha de buscarse
un ser sensible, un sacerdote lleno de virtudes o un endemoniado brujo lleno de
impiedades. Ellos pueden oírnos, nos hablan, nos piden y hacen lo que les
decimos.
Atravieso el túnel mientras la voz del cura
cambia y se vuelve desesperada. Él se toma la cabeza con sus dos manos y la
arroja al piso al tiempo que da perturbadores gritos:
- La
concupiscencia de la carne.
– La concupiscencia de la carne.
Queda atrás mientras aparezco en este tiempo,
en el mismo lugar al pie del panecillo. Y junto a mí otro cura. El padre
Almeida que me recibe.
EL CURA SIN CABEZA
Hubo una época en Quito en la cual la gente
era discriminada por la tez de su rostro. Solo los españoles o criollos podían
estudiar y tener un futuro prometedor. Por eso muchos mestizos e indígenas
optaron por hacerse curas, trafulcando sus identidades. La cantidad de
aspirantes era tal que superaba por mucho la cantidad de cupos en los
incontables conventos de la ciudad.
Así fue que a Juan José de Mira lo ubicaron
en un cuarto fuera del convento. En la muralla de “San Sebastián” Compartía el
dormitorio con Mariano Reyes, otro novicio mucho más viejo que él.
Juan José era el predilecto estudiante en su
convento y uno de los novicios más destacados de su Orden. Mariano bebía vino y
fumaba tabaco todas las noches que regresaba de los estancos con su amigo el
Padre Almeida. Las últimas noches incluso habían ingresado mujeres al cuarto.
Carmen una de esas mujeres era hermana de Mariano y se metió en la cama de Juan
José, se cubrió los pies con las mantas, para inquietarlo a compartir. Él salió
corriendo y trepo los techos de la muralla, encontró una capilla abandonada
donde ingreso.
La huella de una cruz desmontada, cubierta
por una inmensa telaraña. El polvo rojizo de ladrillo, las bancas destrozadas.
Todo se ilumino al oír tras de sí el acento dulce de Carmen.
- E ha, ¿por qué has huido? Que yo no te voy a
comer.
La luna brillaba en sus redondos senos, en
las curvas de sus caderas.
No pudo más, ella lo provocaba en cada gesto
de su roja boca, en cada mirada y él la abrazo por su avispada cintura.
El novel amante se enamoró, temeroso y
confiado todo le conversaba a Carmen. Su brillante futuro en la Orden, su
pronto viaje a Roma. Su responsabilidad de ser guarda de un valioso relicario
de su convento. El cual en un arranque de capricho ella le exigió que se lo
llevara. Solo para verlo y poder rezar con él.
Juan José la complació, se dio cuenta al otro
día camino al convento que la reliquia faltaba en su alforja. Corrió de vuelta,
desesperado a buscarla, pero Carmen ya no estaba en su cuarto. Corrió al
“Puente de Piedra” que va a Chaguar quingo, sabía que allí vivía ella. En la
casa de los cien cuartos.
Pregunto a la vecindad, pero todas las
vecinas le decían lo mismo:
- Padre cito, que hace Su Merced, en busca de
una mujer de mala vida. Nada bueno le traerá.
No la halló, hasta entrada la tarde que,
sentado frente a una fuente de un niño de piedra, escucho la risa de Carmen.
Venia abrazada de un hombre que llevaba una
botella de aguardiente e iba haciendo sonar una pequeña bolsa de tela llena de
monedas.
Juan José se abalanzo sobre ella. La quiso
tomar por los hombros, pero aquel hombre saco un machete que le rebano el
cuello.
Aquel novicio aun camina por estas calles de
Quito, sigue buscando la reliquia que se le encomendó. Sí eres un transeúnte
con alguna culpa, sí te muestras apesadumbrado y preocupado por lo que hiciste.
Él se te acercará a darte consejos lúgubres y malditos. Camina contigo hasta
que con desesperación se toma de la cabeza y la arroja al suelo. Ese momento
los aullidos y las visiones te volverán loco, sino te matan.
Una noche estrellada, mientras miraba el
fogón destruido donde descansa la piedra. Escuche una voz chillona que
directamente me convocaba. Ya casi perdí la esperanza en mi búsqueda de un vivo
que pueda oírme. Seguí la voz que venía del Itchimbia, en una enorme
intiwatana, un círculo de velas lo iluminaba. Había matado un gallo y atreves
de la herida del animal se abría un enorme holló por donde atravesaba
tumultuoso viento y un ruido infernal.
Probé a hablarle:
- Oye, oye, ¿puedes escucharme?
El hombre paralizo todo su ritual, las velas
se apagaron.
- ¡Escúchame¡ Le dije.
- Toma este animal y ve a entiérralo lejos de
aquí.
No tardo en regresar.
- ¡Escúchame¡
Debes ir a la Marín, a una casa junto a una antigua gasolinera, yo te guiare.
-Oh, Gran Poder, Gran Espíritu, dame tu
beneplácito. Gritaba el hombre mientras me interrumpía. Paso así varias veces
hasta que comprendí que mejor sería seguirle la corriente. Luego de la
parafernalia, luces, sombras, ruidos, el futuro, el dinero. Por fin pude darle
las instrucciones precisas.
Aquel hombre era muy exagerado, tardo cinco
noches en los preparativos, pero me pareció que sabía lo que hacía. Fue con
cinco más, dos mujeres y una criatura de unos tres años. Ingresaron a la casa,
pagaron a la propietaria y empezaron a cavar. Cuando descubrieron el fogón
hicieron llorar al niño. Las mujeres rezaban un rosario. Los hombres cavaban
sin descanso hasta que dos de ellos empezaron a convulsionar y se veía la
piedra al alcance de la mano.
- “El
antimonio”. Gritaban. Las dos mujeres y el niño salieron en
precipitada carrera, todos lo hicieron frente al gas asfixiante. Y yo perdía mi
esperanza de redención.
Ya en total silencio pude ver sentados junto
a mí una momia, un ser deforme con el aspecto de Kantuña, al mismo demonio de
color rojo, con pezuñas que pasaba sobre los hombros de la momia de Kantuña y
del cura sin cabeza. No sé si ellos me veían, eran indiferentes ante mí.
La noche Quiteña es triste, fría. Aún para
los condenados se vuelve tenebrosa. Me oculto entre las demás almas, ahora no
confió en nadie, ni si quiera en aquella alma lúgubre del Padre Almeida que me
ha estado buscando. Cierta tarde encontré un mensaje que dejo escrito en un
inmenso pergamino para mí.
“Busca al espectro que transita por estas casas. Ella
sabrá cómo ayudarnos. Es la Viuda.
f: Padre
Almeida”
Espere la noche, en la calle Flores, muy
cerca de la Plaza del teatro. A cierta hora todo se torna aún más sombrío, el
viento cesa, ni un solo ruido surca el aire. Un penetrante aroma dulce inunda
la calle, Un hombre de ojos desorbitados avanza hipnotizado. Unos metros
delante una mujer de exquisitez divina que lo regresa a ver con su fulminante
“caída de ojos” me vuelve loco también a mí.
LA VIUDA
Todo Quito pasó la mañana a la espera. Al
llegar ella bajo de un carruaje. Su imponente porte y altivo talante dejo
boquiabiertos a todos los ciudadanos de la pequeña ciudad aldea.
- Hermosa criolla - Susurro
Don Ignacio el Corregidor de la comarca.
- Tremenda
yegua - Respondió en una sonrisa Segundo
Flores, con voz ronca y picara.
Aquella dama de tez blanca y ojos negros. Descomunal
figura, de belleza sublime acababa de llegar de España. Heredera directa de más
de un conquistador era dueña de casi toda la ciudad. Los actuales residentes de
sus propiedades no hubieron pagado rentas por largo tiempo y muchos reclamaban
ser dueños por posesión de sus casas. El mismo Segundo Flores era uno de ellos.
A través de su mirada se expresaba todo el odio y desprecio que sentía hacia su
nueva “dueña de casa”.
La mujer vivía en una casa, en una peña, muy
cerca de la iglesia de “San Juan Bautista”, allí recibía desde muy temprano en
la mañana la visita de infinidad de comisarios y cabilderos. Llenos de
documentación y pretensiones, también muchos chullos quiteños, como no, la
visitaban galantes y conquistadores.
Don Segundo Flores no tardo en pasar de
hostigarla a convencerla y ganarse su confianza. Ella una dama culta
acostumbrada al trato fino vio en él, despreocupado y sin oficio, al compañero
perfecto en sus caminatas por las plazas y confiterías de Quito. Rosas rojas,
azucenas blancas, orquídeas multicolores la enamoraron, así como la multitud de
bailes que Don Segundo organizo en la casa de la dama para su deleite.
Una mañana de rocío cristalino y espesa
niebla sobre el jardín, se dejó llevar de su ensueño y fue corriendo tras su
galán. Al ingresar al inmueble de siete patios donde vivía él, no halló a
nadie, era muy temprano. Atravesó los pasillos hasta el último cuarto, cuando
abrió la puerta se horrorizo, encontró a Segundo acurrucado junto a una mujer,
en medio de tres pequeños niños, en la misma cama.
Atravesó Quito y cada una de sus empedradas
calles, de sus cuestas, de sus piedras, recibió alguna de sus lágrimas.
En la noche Don Segundo y Don Ignacio la
pudieron hallar, en la última de sus casas, en un cuartucho menesteroso, una viejecita
le daba agua de toronjil.
- ¿Por qué no me dijiste que tenías mujer, que
tenías hijos?
-María, perdóname. Yo he quedado flechado de
ti, que he olvidado la vida misma.
- ¿Por
qué me habéis engañado, toda la ciudad se burlaba de mí?
-No, no, eso no. Yo te juro…
- ¿Tú
me juráis? Venga Señor corregidor, sea el testigo.
La dama toma una horquilla afilada de su
cabello con la que hiere su mano y la de Don Segundo.
- Mañana hemos de casarnos. Al alba. Que esta
sangre caiga sobre su cabeza, sobre toda la ciudad si me
traicionáis.
Lo dice mientras unen las heridas de
las palmas de las manos.
El alba encontró a María al pie de las gradas
de la iglesia de San Juan Bautista, muchas viejecitas de velo negro y calado,
hacían su cortejo de damas. La bella mujer con un hermoso vestido blanco de
inmensa cola y multitud de velos llevaba un ramo de jazmines en las manos y una
alfombra de rosas esperaba sus pies.
El sol burlón en el cenit, el sudor frio de
la vergüenza, los comentarios en voz baja. Todos los quiteños se juntaron para
verla estallar y salir corriendo. Toda la desesperación, el fuerte aguacero que
se desato, los chillidos y maldiciones. El silencio tras la tormenta. Todo se
reencontró en su cadáver al fondo de la quebrada de “La Chilena”.
Desde aquella vez, en la fría pero bohemia
noche quiteña. Los quiteños, galantes y borrachos se encuentran con una mujer
sublime, seductora que los hipnotiza y conduce. Con sus voluptuosas piernas y
caderas. Con sus hermosos ojos negros y carnosos labios rojos hasta una
quebrada donde descubre su velo y se transforma en un cadáver en descomposición
para luego arrojarlos al abismo. Pocos han sobrevivido, pero han perdido la
razón.
Yo la sigo a lo largo de la calle flores. Un
vestido de encaje negro muy ceñido para ocultar sus curvadas piernas y cadera.
Un escote que no puede contener sus macizos y enormes senos. Toda ella se mueve
de manera deliciosa. Sus cabellos, sus ojos, su redonda boca roja hacen que me
pierda. Hace un “puchero” con sus carnosos labios y aquel pobre hombre se
abalanza sobre ella que se descubre el velo. El alrededor se vuelve rancio, un
aroma a descomposición y cementerio nos cubre, estamos al borde de un barranco
en una quebrada del rio Machangara. El hombre cayó al fondo mientras yo trataba
de salir corriendo, pero ella me tomo de la mano y descendimos. Sentados junto
al moribundo que se desencajo la mandíbula por el horror de ver el rostro bello
de mujer transformado en un cadáver putrefacto. Ella me miraba extrañada.
- ¿Qué quieres con migo, joven
atrevido? Me pregunta con el acento más
bello que jamás haya oído.
-Yo, yo. Estoy muerto, atrapado en Quito.
- Ciudad maldita. A mí me perteneció casi toda.
Malagradecidos, me traicionaron.
- Influye en su intelecto. Háblale a su mente y
ellos confundirán tu voz con su conciencia.
- Vete ya, Tu presencia ya no la resisto.
El hombre en la quebrada acaba de morir, pero
su alma no se levantó de su cuerpo. En cambio, vi una perla negra que se aumentó
en los encajes del vestido negro de "La Viuda".
Busque enseguida al Padre Almeida. Al verme
él susurro a mi oído:
- tengo la persona perfecta para que le
susurres a su intelecto.
Todo parecía inútil, el supuesto sujeto de
prueba era fácil de influenciar, pero demasiado cobarde. Nunca iría a
desenterrar la piedra de las ruinas de la choza. Pero me fije en su hija
adolescente, ella influenciaba en su grupo de amigos. Vestían siempre de negro,
siempre hablaban de muertos y coleccionaban cosas extrañas y antiguas. Yo le
susurraba pistas para que lleguen a la piedra. La noche escogida desenterró el
fogón y tomaron la piedra. Cuando la transportaban fuera de la propiedad uno de
los muchachos quedo en trance. Yo vi como trece espíritus guerreros los
asesinaban. Luego los mismos cadáveres despedazados llevaron la piedra a un
intrincado sistema de cuevas en el Itchimbia donde los perdí.
Todas las albas, me siento en cualquier
callejón quiteño, sin nada, sin ganas ni esperanza. El padre Almeida me ronda
todas las noches.
- ¡E ha¡ amigo. Yo soy uno de los mayores
condenados de Quito, pero aun así busco mi perdón.
- Hay que continuar.
- Conocí a una mujer que fue arrebatada del
mundo en cuerpo y alma. Ella podrá interactuar con los vivos y tomar objetos.
MARÍA ANGULA
En una de las casas junto al cementerio del
tejar vivía una señora muy sufrida, muy triste, demasiado flaca y en sus ojos
siempre había dos ojeras negras, grandes muy grandes, se llamaba María Angula.
Dicen que era de fuera de Quito, de una
familia de dinero, pero por casarse tan joven y sin el consentimiento sus
padres la desconocieron. No tenía hijos y era muy pobre, su esposo, Manuel
de la Cruz, trabajaba de cargador en el mercado de San Roque.
Manuel llegaba borracho todas las tardes a su
casa, y cada vez la golpeaba brutalmente reclamándole la comida para la cual no
había dejado ni un solo centavo.
Cierto día en el que María, gracias a la
caridad de sus vecinas, pudo cocinar la “sopa de la virgen”, un caldo en leche
con cebollas, huevos y pan; estaba ansiosa, feliz por dársela a Manuel. Lo
espero toda la tarde, luego toda la noche, amaneció sentada a la puerta de su
cuarto, mirando hacia el cementerio, pero Manuel nunca llegó.
Él llego a la tarde del siguiente día, como
siempre, pero tan indiferente y ausente que ni siquiera se fijó en María, ni en
la sopa que emocionada le ofrecía.
- Cómetela
tú, le dijo mientras se acostaba en su cama.
Varias veces ya no llegaba a dormir. María
desconcertada extrañaba, aunque sea sus golpes; cuando miraba su mísero cuarto
se sentía como un mueble más, viejo, dañado, solo.
Una vecina que la miraba sentada en el patio,
llorando y sin existencia, le contó que muchas personas habían visto a Manuel
allá en los chaquiñanes de la calle 24 de mayo, ahí donde las meretrices viven,
lo vieron con una longa que le decían “la Gloria Encarnación”.
La desesperación y angustia la ahogaron, la
indiferencia de Manuel le dolía más que su maltrato. Salió corriendo a San
Roque, justamente lo encontró al terminar de descargar un camión, se escondió y
vio las muchas monedas que le pagaban; lo siguió a las piedras de lavar, Manuel
allí se bañó completamente, se peinó y arregló muy emocionado y bajó corriendo
a la 24 de mayo.
Una mujer de vestido rosado, ceñido a sus
robustos senos y caderas salió de una cantina y Manuel se arrojó a sus besos,
miles de pensamientos traspasaban la mente de María Angula, miles de
sentimientos desgarraban su alma, reaccionó y penetró al antro, superó los
borrachos y las prostitutas. En un cuarto apartado los miró, ella sentada en
sus piernas y él sentado frente a una inmensa mesa llena de tortillas de papa
con chancho hornado, chochos con chulpi, choclos con queso. Salió a la carrera,
como ida, sin llorar, sin lamentos, solo corría.
Ya en la tarde María Angula se dio cuenta que
estaba en el cementerio del Tejar, sentada en una tumba. Había entrado a una
extraña cripta para refugiarse de la lluvia vespertina de Quito, y había estado
hablando con una misteriosa imagen de un ángel de osario:
-claro, él se va por la comida, cómo no va a
estar feliz si le dan hornado con tortillas, mote, tostado.
De pronto un gran bullicio la lleva a mirar a
la puerta de la cripta, una procesión fúnebre, miles de rezos, miles de
canticos, mucho llanto y un ataúd nuevo, cortejan su propio dolor.
María Angula regresa a su casa al terminarse
el último rayo de luz. Al abrir la puerta de su cuarto descubre a Manuel mal
alumbrado por una pequeña vela que ya se extingue.
-Bueno mujer ¿Qué me vas a dar de comer?
María salta de contenta, le sonríe y con
nuevos bríos le dice mientras lo besa:
- No
te muevas de donde estas voy a prepárate tu plato favorito, el mejor “menudo”
que hayas comido jamás.
Toma un cuchillo grande y sale a pedir a sus
vecinas le regalen todo lo que necesita: aliños, especias, maní, papas.
Baja las gradas, junto al cementerio y afila
allí su cuchillo luego se dirige a la tumba del recién fallecido.
Toda la noche María durmió feliz junto a
Manuel, a la madrugada lo despidió dándole de desayunar y sugiriéndole:
- mi
amor si vienes rápido a la casa te daré lo que más te gusta para comer.
Y así paso, por varios días Manuel se dirigía
a su casa ni bien terminaba su jornada, pero al llegar la media noche del
primer domingo; Manuel se despertó con un desgarrador lamento que escucho en el
cementerio, corrió a la puerta y miro una encendida neblina que lo cubría todo
y que llegaba a su casa, atranco la puerta con la mesa y se metió en las
cobijas, luego escucho otro lamento lastimero al tiempo que su puerta era
destrozada, se arrojó debajo de la cama para mirar como un cadáver sujetaba a
su esposa por las canillas y la arrastraba al cementerio mientras gritaba:
- María
Angula devuélveme mis tripas y mi puzún que robaste de mi santa sepultura.
A Manuel le encontraron botando espuma por la
boca y a María nunca más la vieron, solo hallaron las marcas de sus uñas por
todo el camino al cementerio; a él le internaron en San Lázaro, el manicomio y
allí contaba a todos lo que le paso con su mujer.
Junto con el Padre Almeida nos trasladamos al
tejar, transitamos la recoleta, el monasterio, el templo. Y en el mismo
cementerio encontramos aquel muerto que reclama lastimeramente sus tripas y su
puzún. La tiene atrapada, la devora eternamente. María Angula está desesperada,
destrozada y triste muy triste. Llora todo el tiempo, no por su tormento cuanto
por su marido al que nunca más pudo regresar.
Ella me regresa a ver con expresión
espantosa. Se arrastra hacia mí con sus manos. Entre su pecho y cadera solo
existen hilachas de pellejo y tela. El muerto la deja. Se vuelve más
terrorífica y penosa, se abalanza sobre mí.
- Crees que por estar muerta no te puedo
arruinar?
-Por favor, yo la puedo ayudar.
- ¿ Tomarás mi lugar en el tormento? Aúlla
terrorífica mente mientras se ha enroscado en mí y su lengua verde contorsiona
en mi cabeza.
-¡yo liberare a su esposo¡
Un aire limpio y calmo desplaza al
nauseabundo olor que nos cubría. Una bella mujer, flaca y humilde, pero de gran
belleza me toma del brazo.
- Vamos pequeño hombre, yo sé lo que quieres
que haga.
Caminamos al Itchimbia, todas las almas han
formado un camino. Ni siquiera llegamos a las faldas del itchimbia cuando
aparece nuevamente la momia de Kantuña, deforme, como muñeco de año viejo. Trae
la piedra en sus manos y puedo leer la inscripción que lo salvo, la que él
cincelo:
“Yo levanto la piedra, toda la Gloria y Honra
es de Dios”.
Junto a Kantuña aparece el muerto que
atormenta a María Angula. Ella empieza a contonearse, a convulsionar, a
transformarse mientras el muerto le grita:
- María Angula devuélveme mis tripas y mi puzún
que robaste de mi santa sepultura.
De pronto aparece un hombre fuerte detrás de
él, lo sujeta con una soga hecha de numerosos rosarios y grita:
- Estos son los rezos por tú alma. La deuda se
pagó. ¡Corre esposa mía para que yo pueda descansar en paz! ¡Perdona mi alma
para que pueda descansar!
El muerto se deshilacha en tiras pútridas
mientras la soga lo aprieta cada vez más.
María Angula tomo la mano de su esposo Manuel
y se apresuraron con la piedra inscrita en la espalda de Manuel hacia San
Francisco. Miles de cadáveres de guerreros indígenas malditos
ascendían de entre el pavimento, son enfrentados y detenidos por una multitud
de almas quiteñas.
En el centro del atrio encontramos a Kantuña
incado junto a un demonio que lo sujetaba por el cuello.
- Vez, me llevare tú alma y todo Quito se
liberará.
Manuel asciende, María Angula, La viuda, el
cura sin cabeza aparecen arrodillados a los pies del demonio. En el instante
mismo de colocar la piedra la mano del Padre Almeida hala de los cabellos a
Manuel quien cae con la piedra y rueda por las gradas de la entrada principal
de la iglesia sin colocarla.
Vuelve
a tronar el Pichincha, los Andes y Quito vuelve a amanecer con un olor a
azufre. Mientras en una extraña y oscura orden religiosa se inicia una misa por
el Padre Almeida.
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