Hay un parde grillos en su mirada de capariche, donde se enciende el día, al final de la estrecha calle.
Deja que las cuerdas disecten mis venas, que la amarga sangre oscurezca la habitación;
mal entablada,
de tierra.
Del borde de la quebrada ya se olvida el olor a perro muerto, que los gallinazos se llevaron,
mezclado con guarapo,
con sudor.
Esa voz que se inyecta en los conductos de la angustia, desesperando,
doliendo,
llorando. Duele la voz perturbadora,
del poeta,
en otra garganta,
en otra caja podrida,
vacía de gallinazos.
Le duele al viento, a las piedras de luna, le duele al cielo. A la tierra que me desprecia. Cuando las cuerdas rasgan un chillido, se enciende este callejón al purgatorio.
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